Autor. Calderón de la Barca
Dirección escénica. Denis Rafter
Asesoría del verso: Mª Paz Ballesteros
Versión. Rafael Pérez Sierra
Intérpretes. Antonio Vico, Fernando Conde, Jacobo Dicenta, Balbino Lacosta, Carlos Ibarra, Carmen del Valle, Goizalde Núñez, Blanca Portillo y José Caride
Producción. Teatro Clásico Nacional
Sin duda Denis Rafter es un individuo de buen pulso y grande ingenio para estos quehaceres del teatro. Este señor, el mismo que comisario del Pabellón de Irlanda en la Expo hizo flotar un Gulliver por el Guadalquivir, ha conseguido insuflar vida a un texto escrito hace más de trescientos años, que se dice pronto. Y lo ha hecho además desde la versión firmada por Pérez Sierra, quien reconoce que no se ha permito «el lujo» de faltarle al respeto a Calderón, lo que añade mérito a lo logrado.
Las gentes que rieron por primera vez los escorzos verbales urdidos por Don Pedro en esta «No hay burlas con el amor» no conocían ni internet ni la televisión ni siquiera la radio. Por no conocer no conocían ni el fútbol. Por eso resulta asombroso lo bien que lo pasamos entre veras y burlas en la función de Lope de Vega, el luminoso esparcimiento que nos proporcionó el montaje.
Calderón escribió esta comedia de capa y espada antes de meterse a clérigo y en ella demuestra que no sólo tiene músculo para levantar el mandoble del drama de honor o trascendente, sino juego de muñeca y reflejos de gato para desbrozar con el florete los jardines en que se internan los atolondrados enamorados del género. Cualidades por otra parte, tempranamente atestiguadas en aquella «Dama duende» que elevaba «la comedia a ciencia en perfecto silogismo». En No hay burlas… nosotros vimos más comedia que silogismos, afortunadamente.
En las más de dos horas de función, no son raros los pasajes preñados de gracia -en todos los sentidos- y los versos incendiados de pasión. Estos últimos, sobre todo, y esto es novedad, en los labios de un criado interpretado con tablas, gran sentido del tempo y una fecunda mesura por Fernando Conde, remoto ex componente de Martes y Trece casi especializado en pícaros sirvientes.
Y ya que mentamos actores, diremos que el reparto cumple con holgura la función encomendada y sale airoso del lance, si bien, Conde, Blanca Portillo, Carmen del Valle y Antonio Vico hacen trabajos enteros y ajustados al rol como un guante que merecen ser destacados. Portillo logra dar volumen al peligroso cartón de su sabihonda latiniparla -en la que Calderón hace escarnio de los excesos gongorinos- y su hermana aporta a su sensualidad innata una vis cómica empapada de ternura y un atinado ejercicio de voz.
Denis Rafter ha salpicado de circo la función, La música que engarza las escenas, la pista que sirve de plaza, los columpios, los rombos del vestuario, la esfera de plástico, las falsas pesas, los cañones de luz de entradas y salidas nos evocan el mundo circense con el decorado en falsete del Madrid castizo como fondo. Difícil equilibrio, como el de los sabores de la comida china. Agradecemos más su habilidad para vestir con acciones la desnudez de los renglones, su virtuosismo para sazonar de comididad parlamentos que no son más que la verdura de una ensalada sin condimentar. Poco emborrona su labor el barullo con que se desembaraza del tumultuoso desenlace o la pertinaz presencia de la escenografía -sea interior o exterior la escena-, nos quedamos con su capacidad para hacer el boca a boca a un texto que hubiera perecido en manos de un socorrista novato.
Guardaremos para otra ocasión las ganas de saber qué habría pasado si hubiese llevado hasta el final su visión del circo a través de Calderón, si le hubiese faltado al respeto. Rafter ha conseguido hcer la tortilla, y además estaba rica, pero nunca sabremos a qué sabría si hubiese roto el huevo.